Cuando salí de Cuba
Gustavo me detuvo frente a la puerta. La calle me pareció que tenía una vegetación mucho más frondosa de lo que conocí. El barrio, a pesar de que todo ha cambiado, sigue teniendo la misma sensación de derribo. Algunos colmaditos surtidos de las bebidas habituales. La pared pareciera más castigada por la humedad. Tengo duda de a qué piso tengo que subir, pero sólo puede ser el segundo. Desde esa terraza tiramos agua una noche de fin de año para limpiar las miserias. Alguien temeroso observa por la mirilla tras mi llamada a la puerta. Tímida, se abre. Una señora que no reconozco me mira con mucha curiosidad y desconocimiento. Le pregunto si es la casa de Tommy y Niurka. No sabe quienes son. Doy algunas explicaciones más. Dice que obtuvo la casa en una permuta y haciendo un poco más de esfuerzo dice que marcharon a Miami allá por junio del año pasado. Es una sensación agridulce, la marcha – por fin – es una felicidad, una esperanza, pero recuerdas el celo en mantener la vivienda, la madre muerta en España sin poder regresar. Mientras de nuevo en el carro damos unas vueltas por el Vedado camino a Habana Vieja – le pido a Gustavo que se complique, que pase por Centro Habana – decido que lo mejor es terminar sentado al borde del agua, beber algo y asumir que algo me dice que no volveré. O que, si vuelvo, nada me une ya para buscar tiempo para pasear. Calle F, entre quinta y Calzada. Al regresar, una indagación elemental me lleva a descubrir que todos tenían fotos sonrientes en Facebook. Nativos del Vedado, La Habana, pero ahora en Miami.