Artículos de la Categoría: ‘Lugares que ya no existen’

Cuando salí de Cuba

domingo, 11 marzo 2012

Gustavo me detuvo frente a la puerta. La calle me pareció que tenía una vegetación mucho más frondosa de lo que conocí. El barrio, a pesar de que todo ha cambiado, sigue teniendo la misma sensación de derribo. Algunos colmaditos surtidos de las bebidas habituales. La pared pareciera más castigada por la humedad. Tengo duda de a qué piso tengo que subir, pero sólo puede ser el segundo. Desde esa terraza tiramos agua una noche de fin de año para limpiar las miserias. Alguien temeroso observa por la mirilla tras mi llamada a la puerta. Tímida, se abre. Una señora que no reconozco me mira con mucha curiosidad y desconocimiento. Le pregunto si es la casa de Tommy y Niurka. No sabe quienes son. Doy algunas explicaciones más. Dice que obtuvo la casa en una permuta y haciendo un poco más de esfuerzo dice que marcharon a Miami allá por junio del año pasado. Es una sensación agridulce, la marcha – por fin – es una felicidad, una esperanza, pero recuerdas el celo en mantener la vivienda, la madre muerta en España sin poder regresar. Mientras de nuevo en el carro damos unas vueltas por el Vedado camino a Habana Vieja – le pido a Gustavo que se complique, que pase por Centro Habana – decido que lo mejor es terminar sentado al borde del agua, beber algo y asumir que algo me dice que no volveré. O que, si vuelvo, nada me une ya para buscar tiempo para pasear. Calle F, entre quinta y Calzada. Al regresar, una indagación elemental me lleva a descubrir que todos tenían fotos sonrientes en Facebook. Nativos del Vedado, La Habana, pero ahora en Miami.

La Avispa muerta

domingo, 28 noviembre 2010

Donde ahora dan belleza y condimentos para el pelo, antes había libros de teatro: deben estar ahora en la red. Era, salvo error u omisión, la única librería teatral que habitaba la capital del Imperio. Y era punto de encuentro de cómicos y sus literatos. Allá pude obtener el Yo, Martín Lutero de Ricardo López-Aranda, a la sazón padre de Verónica, inencontrable en cualquier otro lugar. Aquí sigue residiendo en alguna esquina de las estanterías en este tiempo en que los libros empiezan a parecer objetos pesados, incómodos para trabajar y demasiado ocupantes de espacio. No es la única librería que muere – que morirá – pero ser hijo del papel entraña siempre un punto de melancolía aún cuando ya no sé vivir en ese mundo. Mucho más cuando tiene un habitáculo en espacios de las neuronas que sólo pueden entender las vivencias de uno, ese campo para escribir memorias.

Lugares que ya no existen (i)

domingo, 10 enero 2010
En la calle San Mateo, estaba La Fuencisla. «Manuel de Frutos», aclaraba el cartel que debió de ser luminoso encima de la puerta. Las rejas estaban siempre echadas, ponía cerrado y se asomaba uno al interior a decir que sí se tenía reserva.
En el comedor minúsculo de seis o siete mesas, estaba siempre el Sr. Frutos. Curiosamente, siempre comiendo. Mientras uno esperaba, mucho más si la espera era solitaria, le insistía a uno en probar las gambas y, ante el anuncio de ser un esperante, argumentaba cargado de razón que qué mejor forma de hacerlo que con unas gambas.
Siempre había menestra perfectamente al dente. Siempre unos pocos mariscos de rara calidad. Algo de besugo, alguna chuleta de cordero, todo sabroso y de los mejores proveedores. El Sr. Frutos seguía comiendo y comiendo mientras los comensales hacían lo propio. Casi antes de los cafés el espacio minúsculo convertía a los presentes en conversadores de una tertulia común. 

Por allí, siempre jueces, periodistas afamados, sensación de conspiración de tiempos de analógicos, de tinta en papel de prensa. De repente, la verja desapareció y un local pequeño, algo perroflauta y carente de toda leyenda ocupa su sitio.