El barman del Gin Club del Mercado de la Reina me contempla paciente. Me ha pasado una carta con mucho más de una docena de ginebras que deben servir para preparar diferentes versiones de un gin and tonic. Dejé la combinación por un motivo sencillo, propio de la degeneración física: tomar una cerveza antes de cenar, cenar con vino y añadir la ginebra con tónica después resultaba desquiciante para la capacidad de absorción del cuerpo. El hígado tomaba nota. Fui fan de los gimlets del desaparecido Casa Fugger en la calle del Fúcar. Sigo siendo fan de los dry martini de Del Diego, pero la ginebra estaba retirada de mi vida. Hoy me atrevo: «La más aromática que tengas». Me pidió un momento, marchó al mostrador más alejado y me trajo una botella de Brockmans que me dió a oler, obtuvo mi aquiesciencia admirada y regresó con una copa perfecta que se complementaba con pieles de naranja y pequeñas piezas de fresa. Y disfruto con algo opuesto a mi: con paciencia. La copa es degustada sin que me precipite.
La carta de ginebras de los bares que visito crece en proporciones insospechadas. Alguien parece formar a los generalmente insulsos vaciadores de botellas que rigen las barras de la noche y tienen acompañantes exóticos para el brebaje: desde lemon grass – ¿quién iba a decirlo? – al consabido pepino, tomillo, hierbabuena y canela. Pieles de manzana verde me ha dicho Alberto que le ponga a una botella de ginebra azulada que fabrica alguien entre sus amistades confesables. La llevo como un niño con zapatos nuevos y la abro en el reposo nocturno para buscar sensaciones. Preparo hielo y manzana con primor, vierto el chorro de ginebra buscando romper los aromas y culmino asegurándome de que la tónica queda larga de gas: en esto voy a llevar la contraria.