Le cuento a
Ojeda acerca de un restaurante demente: la antología del kitsch, la recuperación de lo almodovariano como un
flash-back de los ochenta. Mesas con cubierta de vidrio y fondo de gresite, mosaicos de palmeras y azules intensos como el fondo de una piscina. Acaba de llegar de Pekín. Llama a los camareros por su nombre en mandarín y pide su TsingTao en algo que parece chino. Tomamos una ensalada thai de fideos de arroz anunciada como picantísima, pero que sólo sugiere un temblor y sabe muy refrescante. Dim Sum para agotarnos («¿saben como allá?», mueve la cabeza afirmativamente), y tallarines, claro, con gambas y verduras.
Si lo buscan, lo encuentran en la calle San Bernardino de aquí, de la capital del imperio (oh, Garci, tú si que retratabas bien Madrid en el cine).