Txakolí
domingo, 25 diciembre 2011En un bar de Arrasate, vi a lo lejos el aspecto de unas botellas de txacolí que era vertido a sus correspondientes vasos con color bello y el atractivo vaho que el frío deja en el vidrio y decidí que era momento de txakolí. Llegó el vaso y la promesa de algo inesperardo se produjo: poquísima acidez, aromas de fruta, la pequeña chispa de la burbuja que deja la caída desde altura. No se me va de la cabeza: el txacolí pasó de ser tenido por un vino malo a un vino sofisticado. Bebe Txomin Etxaniz, te decían. Que era la prueba, el bombón del género, el triunfo de un vino que pasa a ser objeto de culto. Pero yo me he resistido una y otra vez a darlo por tan bueno. Lo veo como un vinillo, precisamente demasiado ácido. Así que emocionado, repito en el bar siguiente y me quedo con la botella: Akarregi Txiki. Comento con el tipo de la barra, una locaza que pone todo cuidado con los vinos. Me dice serio, mientras mezcla la explicación con los omeprazoles que se toma, que es precisamente por la ácidez por la que le gente reduce su consumo de txacolí. No sé si le entendí que empezaba a pasar, porque sacó de un cajón un tubo de píldoras que aseguró que eran la bomba para ataques de acides gástricas incomensurables y sobre la marcha. Eso sí, de considerables efectos secundarios. Se supone que por el abuso. Doy a probar a los vecinos de barra las virtudes del pote de Akarregi y recibo confirmaciones encantadas. La locaza cierra el asunto asegurando que él buscaba un txacolí precisamente así. Pero me puse a dudar si el éxito era, en realidad, una prueba de la habilidad comecial de la bodega, dos bares consecutivos no puede ser casualidad. O es el buen tino del vino el que se extiende por sí solo.